jueves, 8 de marzo de 2012

A ESA MUJER


A esa mujer, llámese Fany Edelman, Rosa Luxemburgo, Teresa de Calcuta,  Pasionaria, Juana Azurduy, Victoria Romero o simplemente María, le entrego una flor (para ellas es suficiente una flor), para que reparta sus pétalos y su perfume a todas las mujeres del mundo...Por Félix Guerrero

Desengañado del mundo, por la guerra y otros odios, un hombre cae.  Vencido, moribundo, sangrante, irremediablemente perdido. Mira al cielo sin ángeles, pasan nubes negras y su desconsuelo  es mayor.

Cuando la oscuridad invade todo su ser, aparecen como una música de otro mundo unas manos  y se posan sobre el afiebrado rostro. La piedad, la ternura, el amor, lo redimen del dolor, lo sanan y ese hombre vuelve a creer en la humanidad. Esas eran las manos de una mujer.

Esta imagen acaso pueril,  sería imposible de pintar si no existieran esos ángeles ápteros que andan por el mundo convertidas en madres, esposas, hermanas, compañeras militantes, paseando belleza, buscando hijos desaparecidos, exigiendo pan, justicia y trabajo para sus hijos, maridos y vecinos, repartiendo sopa, consuelo, alertando a los sordos del alma.

Cuan miserables resultan hoy los saludos  de los políticos que  a una mujer dirigen, cuando a diario arrancan lágrimas de sus ojos, lagrimas de impotencia, lagrimas por un plan jefa. Cuan ruin el saludo de un marido golpeador, cuan insultante el beso de un machista consumado, cuan sucio el sueldo de un patrón explotador.

A esa mujer, llámese Fany Edelman, Rosa Luxemburgo, Teresa de Calcuta,  Pasionaria, Juana Azurduy, Victoria Romero o simplemente María, le entrego una flor (para ellas es suficiente una flor), para que reparta sus pétalos y su perfume a todas las mujeres del mundo. Convoco también al poeta y músico Silvio Rodriguez para que les dicte sus versos directamente al alma, en sincero homenaje.

Me estremeció la mujer que empinaba a sus hijos
hacia la estrella de aquella otra madre mayor.
Y cómo los recogía del polvo teñidos
para enterrarlos debajo de su corazón.

Me estremeció la mujer del poeta, el caudillo,
siempre a la sombra y llenando un espacio vital.
Me estremeció la mujer que incendiaba los trillos
de la melena invencible de aquel alemán.

Me estremeció la muchacha
hija de aquel feroz continente
que se marchó de su casa
para otra de toda la gente.

Me han estremecido un montón de mujeres,
mujeres de fuego, mujeres de nieve.

Pero lo que me ha estremecido
hasta perder casi el sentido,
lo que a mí más me ha estremecido
son tus ojitos, mi hija, son tus ojitos divinos.

Me estremeció la mujer que parió once hijos
en el tiempo de la harina y un kilo de pan
y los miró endurecerse mascando carijos.
Me estremeció porque era mi abuela además.

Me estremecieron mujeres
que la historia anotó entre laureles.
Y otras desconocidas, gigantes,
que no hay libro que las aguante.

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