Aguas
Blancas es una pequeña población del departamento Castro Barros situada entre
Las Peñas y Pinchas, al sur del municipio, a la vera de la Ruta 75. Vemos
trepando desde Pinchas, en rápido transito, algunas casas, pequeños cuadros de
cultivos, un salón con techo de chapas, hombres del siglo pasado que
traspasaron la centuria a caballo, y a caballo marchan al futuro…
Tristeza, escarabajo
de siete patas rotas,
huevo de telaraña,
rata descalabrada,
esqueleto de perra:
Aquí no. Ándate. Entras.
No pasas.
Vuelve
al Sur con tu paraguas,
vuelve
al Norte con tus dientes de culebra.
NERUDA
Pero el
corazón de Aguas Blancas está escondido
adentro, invisible al ojo convencional, agazapado en las quebradas del Oeste.
Por allí discurre un arroyo pequeño y profundo, y en una cueva situada a sus
orillas, encontramos hace tiempo unas pequeñas esculturas de arcilla del gran
alfarero. ¿Misterio? No, más bien parece una ofrenda del joven Marino a la
Pachamama, quizás sus primeros trabajos.
El
visitante desprevenido, mirará con infundada conmiseración a tan pequeño
pueblo, porque la savia naturaleza, celosa de sus tesoros, los guarda en lo profundo de su corazón, y muestra
al profano tan solo un tierno cuadro serrano con sus cabritas, sus verdores y
su apabullante sencillez. Por eso pocos saben que Marino Córdoba y Ramona
Millán de Frescura, hijos dilectos de Aguas Blancas, han sido los elegidos para
revelar parte del misterio, el arte y la cultura ancestrales de los pueblos de
La Costa.
Ambos
hubieron de peregrinar y expandirse a otros confines para mostrar al mundo la
mirada Diaguita, el temblor sensitivo de Sudamérica, la llama de una
civilización que los imperialismos creyeron extinguir con genocidios. Ramona
tejiendo paisajes con fibra de lana como si fueran las fibras de su
corazón; Marino, modelando la arcilla
como si sus manos fuesen de greda.
Marino
talló con greda salvaje, áspera, desafiante, toda la mitología de los dioses
diaguitas, temibles y benignos alternativamente, pero no explicó abiertamente
sus arcanos, porque “Puesto que nuestra mente es nuestra
racionalidad, y nuestra racionalidad es nuestra imagen de sí, cualquier cosa
que esté más allá de nuestra imagen de sí o bien nos atrae o nos horroriza,
según qué tipo de personas seamos."
En los últimos días de Setiembre, el cielo de
La Costa empalideció. Una tristeza arrastrada se enredaba en las jarillas y los
montes espinudos: tristeza, escarabajo de siete patas, dolor como de parto: el
alfarero había regresado a sus montañas. Algo se completó en la ladera de los
cerros y él los montículos bajos donde yace la memoria de los siglos.
FELIX R. GUERRERO
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