Por Félix R. Guerrero - El acto fundacional del conquistador,
tan solo registra como dato histórico, una equivocación: ellos fundaron la
ciudad de Todos los Santos de la Nueva Rioja al pie del Velazco, que no era el
cerro del oro, sino el Famatina. La memoria histórica del Diaguita, como la de
todos los pueblos antiguos, cimentaron sus fundaciones sobre el mito.
Usted dirá que escribir con
lluvia en un día lluvioso, es algo tan cursi y gastado… pero el peso de los
acontecimientos que intento narrar se imponen con la fuerza de su
extraordinaria e inexplicable naturaleza. Además debo aclarar que no escribo
por placer o por afanes meramente literarios, sino urgido por la necesidad
imperiosa de convertir a mis probables lectores en testigos fidedignos, por si
algo terrible llegara a ocurrirme.
Cercanos ya al último mes y
día del año 2007, llueve sobre el lomo sediento de La Rioja. Llueve mansamente
sobre los rostros curtidos de los campesinos de los llanos y las montañas,
resecos desde la última lluvia del verano del 2006.
Estoy en mi casa solo, taciturno,
esperando con ansiedad algo indefinible. Lapicera en mano, mirando los hilos de
agua que caen oblicuamente detrás de los vidrios de mi ventana, escribo o mejor
dicho dejo caer nerviosamente las palabras sobre el papel y espero.
La tarde se escurre
rápidamente a contramano de la lluvia, hacia el cénit. La penumbra gana terreno
pero aun puedo ver los cerros desnudos del sudeste. Por el Portezuelo del
Cantadero, cae una catarata de nubes blanquísimas y algo encrespadas,
inequívoca señal de que el temporal persistirá, como decía don Ramón Romero,
meteorólogo de ciencia campesina. Cede la lluvia.
Un súbito movimiento aéreo
me hizo mirar para arriba: jirones de nubes pasaban a velocidad vertiginosa
hacia el Norte. El pavor paralizó mis manos y la lapicera cayó al piso. En ese
preciso momento un relámpago azul penetró a través del vidrio de mi ventana y
me dejó ciego. Recupero momentáneamente la visión al tiempo que el largo trueno
crepita rasgando el cielo en todos los sentidos. Esa era la señal para que la
lluvia descargue todo su poderío líquido.
Repentinamente una ola dio
suavemente contra la puerta que da a la calle y un chorro cristalino penetró
por la hendidura inferior y en ingrávido movimiento ascendente se corporeizó
sin perder su apariencia líquida, en una bella y joven mujer, desnuda y
majestuosa.
Me miró con sus enigmáticos
ojos glaucos. No sé cómo ni por qué, pero lo supe instantáneamente. Era ella.
¡Yacurmana! Pronuncié con voz trémula y
emocionada. No pude apartar mis ojos de los suyos. Vi en ellos tristeza
infinita y la fuerza arrolladora de la diosa diaguita. En maravillado éxtasis
extendí la mano para tocarla, pero la diosa se deshizo instantáneamente,
convertida en un charco de agua en el piso.
Volviendo abruptamente a la
realidad ordinaria y a las rutinas domésticas, corrí en busca de un secador,
pero cuando regresé, no había ninguna huella del prodigio que había
presenciado, ni siquiera una mancha de humedad.
Recordé conmocionado aún,
aunque contaminado de lecturas profanas, aquella frase de William Blake “Si las
puertas de la percepción quedaran depuradas, todo habría de mostrarse al hombre
tal cual es: infinito”.
¿Fueron las puertas de la
percepción las que se abrieron para mí en esta tarde tormentosa, o fue
simplemente una perturbación enigmática de los sentidos?
Sea como fuere, ahora sé que
esa alta cascada del cerro de Chuquis que todos llaman “La Yacurmana”, sin otra
consideración que su traducción literal de la lengua de los diaguitas “Agua que
cae”; esa roca y su salto, es un pubis femenino que vierte un licor vivo y
dador de vida, en chorros intermitentes, como cortados por rítmicas
contracciones, con que la diosa Diaguita repone la vida de una cultura mutilada
por la cruzada “Civilizatoria” del europeo invasor.
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