Por “Alilo” Ortiz – Especial para LA BOCONA
En este artículo el historiador
chuqueño reflexiona sobre la actualidad desde el lente de los próceres
riojanos, siempre vigentes y actuales para pensar la realidad provincial y
nacional. ¿Cuál fue la actitud de Castro Barros que puede iluminar y enriquecer
nuestro presente? Esto intenta dilucidar el autor en una zambullida por la obra
del sacerdote y congresal riojano.
En el “Tratado de Benegas” se había
acordado la realización de un Congreso General para deliberar sobre el
enfrentamiento que había entre Santa Fe (con su gobernador “federalista”
Estanislao López) y Buenos Aires (gobernada por el “centralista” Martín
Rodríguez y su ministro Bernardino Rivadavia). Para tal fin llegaron a la
ciudad de Córdoba, en marzo de 1821, los diputados de Mendoza, San Juan, San
Luís, La Rioja ,
Catamarca, Tucumán, Santiago del Estero, Jujuy, Santa Fe y Buenos Aires, además
de Córdoba por supuesto. Transcurrió todo ese año 1821 sin que la reunión
pudiese llevarse a cabo, pues las intrigas y diligencias de Rivadavia la
hicieron fracasar. Es entonces cuando el diputado riojano Castro Barros tuvo dos actitudes que en una de esas, opino, pueden iluminar y enriquecer el presente
que estamos viviendo. Acepto que las circunstancias (históricas, políticas,
sociales, económicas, etc.) no son las mismas, pero hay principios que son
inmutables. Como por ejemplo que el gran beneficiado de una obra de gobierno
debe ser el pueblo. Los documentos que dan cuenta de ellas se encuentran en el
archivo de Facundo Quiroga.
1. HONESTIDAD POLÍTICA
En carta del 30 de octubre de 1821,
Castro Barros informa al gobernador riojano Nicolás Dávila y al Cabildo sobre “la nueva propuesta de la provincia de
Buenos Aires para su postergación”. Días después, el 5 de noviembre, les
hace la siguiente consulta: “exploren la
voluntad de ese pueblo sobre si he de hacer uso de mis poderes, dados para Congreso
General, aunque el que se abre no será tal en razón de no tener el competente
número requerido por los publicistas”. En otras palabras, ya que estamos
reunidos, hemos decidido hacer algo, aunque no con el rango de Congreso
General, pues los diputados de algunas provincias no dan el quórum requerido.
Una vieja treta “política” a la que cada tanto se le pasa el plumero para hacer
fracasar una reunión por temor a un resultado contrario. ¿Cuál fue la actitud
de Castro Barros que puede iluminar y enriquecer nuestro presente? En primer
lugar, no “avivarse” arrogándose poderes que no le habían conferido. En segundo
lugar y quizás más importante, “exploren
la voluntad de ese pueblo”. No es cuestión de que lo decidan ustedes por
ustedes mismos, porque también ustedes son “hijos
políticos del pueblo” y no sus dueños; pregúntenle al pueblo y que sea él
quien lo decida. Esto aparecerá con
meridiana claridad en la segunda actitud.
2.
RESPETO AL PUEBLO
Castro Barros, molesto por el
fracaso del Congreso, escribe algunas ideas bajo el título ANTÍDOTO CONTRA
PREJUICIOS POLÍTICOS. De los ocho temas que aborda, tres son los que interesan
para conocer su actitud que puede iluminar y enriquecer el presente que estamos
viviendo. Al examinar “La soberanía de los congresos de diputados” (antídoto
2º) dice: “Los diputados, lleven los
poderes que llevaren, jamás son originarios; sí derivados de los pueblos,
hechuras del pueblo son”. El poder reside en el pueblo, no en sus
representantes. “Los diputados son hijos
políticos de los pueblos” y todo hijo debe obedecer a su papá y si no chás
chás por la colita, para usar una expresión muy común. Más adelante (antídoto
5º) sostiene que no es moral la “Traslación de derechos”, porque éstos siguen
perteneciendo al pueblo. “Esto es lo que
hacían los reyes cuando encargaban la formación de alguna ley. No pasaban la
soberanía ni el derecho de legislar, porque lo que hacían era dar orden para
que alguien hiciese el proyecto”, mientras que ellos se reservaban el
derecho de convertirlo en ley. “Lo mismo
hacen ahora los pueblos, dan orden para que el diputado haga esto o aquello. El
que recibe la orden debe obedecer. No es súplica, sino imperio que ejercita
sobre el nombrado. De este modo se forma un diputado, por deber especificado y
no por derechos comunicados”. Al abordar “La naturaleza despótica de los
diputados congresales y cívicos” (antídoto 3º) se explaya sobre su designación
como diputado y lo encuadra en la honestidad política. “No hallé otro camino que contestarles que admitiría la diputación
cuando se me diese la constitución civil bajo la cual quería mi pueblo ser justamente
gobernado”. Y termina estableciendo como principio “Debe el pueblo especialmente declarar por ley perpetua que los
diputados que nombrare para acordar sobre algunas cosas, no son señores ni
legisladores del pueblo, sino unos simples asesores”. Para tal fin (si no
son dueños del pueblo ni autores de la ley, y sí asesores que ayudan a ver los
pro y los contra de una idea) insinúa que lo que se tendría que hacer es “dar a la prensa para que, a costa de la Hacienda pública, se
saquen los ejemplares a proporción de la población, a fin de que meditando el
pueblo con anticipación, pueda resolver con prudencia lo que se ofrezca, y le
consultaren a los sabios que tenga. Preveo los perjuicios, pero peor es el
despotismo del diputado que el mal que se haga el propietario”. Vale decir
que, en un diálogo con el diputado y con los sabios (hoy decimos “peritos”) el
pueblo estará en condiciones de resolver el camino a seguir. De lo contrario se
llega al despotismo, donde el diputado piensa y decide por su cuenta, quedando
el pueblo “sin comerla ni beberla”, según la expresión popular, y sufriendo las
consecuencias. En otras palabras, no basta hacer las cosas PARA la gente; es necesario
hacerlas CON la gente y DESDE la gente, porque la democracia no es solamente
representativa sino también participativa.
A eso se refería
Angelelli cuando establecía el principio “con un oído en el Evangelio y el otro
en el pueblo”, según lo habían establecido los obispos argentinos en la Conferencia de San
Miguel (1969) “La acción de la Iglesia no debe ser
solamente orientada HACIA el Pueblo, sino también y principalmente DESDE el
Pueblo mismo. Esto supone: amar al Pueblo, compenetrarse con él y comprenderlo;
confiar en su capacidad de creación y en su fuerza de transformación; ayudarlo
a expresarse y a organizarse; escucharlo, captar y entender sus expresiones
aunque respondan a culturas de grado distinto; conocer sus gozos y esperanzas,
angustias y dolores, sus necesidades y valores, conocer especialmente lo que
quiere y desea de la Iglesia
y de sus ministros; discernir en todo ello lo que debe ser corregido o
purificado, lo que tiene una vigencia presente pero sólo transitoria, lo que
contiene valores permanentes y gérmenes de futuro; no separarse de él
adelantándose a sus reales deseos y decisiones; no transferirle problemáticas,
actitudes, normas o valores que le son ajenos y extraños, especialmente cuando
ellos le quiten o debiliten sus razones de vivir y razones de esperar”.
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