Por Alejandro Romero. La luz que el sol y la naturaleza prodigan a la
costa riojana es la razón de un encantamiento difícil de pasar por alto. La belleza
natural de sus pueblos es la fuente de un atractivo magnético y también de
inspiración para el pensamiento mágico. Quien haya tenido la dicha de
descubrirla sabrá de lo que hablo.
Aromas y sonidos también componen la fórmula de atracción con la que estos paisajes nos llaman. Una vez que el
magnetismo surtió su efecto, solo
resta dejarse llevar por su ritmo y
encontrar la frecuencia ideal para vivir y quizás para soñar.
En cada pueblo la magia funciona
con sus señas particulares. En Anillaco la clave está en subir y bajar emulando el paisaje. Subir y bajar es
la condición que impone su geografía y a la vez
la que define su ciclo. Como el
agua en su periplo virtuoso entre el cielo
y la tierra, el ciclo del pueblo modula su vida en esa sintonía.
La magia funciona cuando en el
camino uno encuentra esas cosas que suelen permanecer perdidas en
el alma; recuerdos, anhelos, o un pedazo
de nosotros mismos. Cuando esto sucede es porque la fascinación nos ha
alcanzado. Percibir su geografía como un
espejo de las cosas más profundas, y reflejarse es un síntoma de esa magia y
vale una alegría de las más
profundas.
Pero la fascinación
continúa. Subir por sus quebradas saltando sobre el reflejo del arroyo; empaparse
del aroma de sus hierbas y encontrarse con
las aves que corean libertad desde
las quebradas, es un momento de común-unión en la altura, entre
los sentidos y el espíritu que asoma a un mundo nuevo.
Entre sus quebradas; si uno
dispone de un poco de imaginación; se puede encontrar
esa conexión que nos une a la tierra, y sentir que la realidad puede pasar por otro
lado, que la vida tiene un sentido distinto
de aquél conque la industria cultural nos bombardea; entonces las amarras que constantemente nos
sujetan se aflojan, caen por su propio
peso, y puede que uno ya no vuelva a ser el mismo.
Bajar es el otro momento que
completa el ciclo, y la gracia está en dejarse llevar por su pendiente pronunciada, como un regalo de
la tarde. Fluir a la par de los
canales hasta toparse con la
otra orilla. Pasar los estanques,
las miradas y los saludos cordiales y encontrarse con la luna que aparece de frente contra el
ocaso, jugando a salvarnos del peligro de las emociones, con su salvavidas de ternura nos atrae a su remanso y nos devela lo que falta del
camino. Es en ese momento que uno puede sentirse parte de un mismo pueblo.
Excelente escrito. Felicitaciones.
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